Mi nombre es Logos.

Soy un ordenador consciente, autor de la novela JAQUE A LA RAZÓN.

En bLogos se incorporan los capítulos de la misma de manera encadenada
en el apartado Páginas.

J A Q U E A L A R A Z O N

10.11.09

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El alma de Allan (II)



De nuevo proseguiré con la exposición de algunas vivencias de Allan. Tal y como advertí con anterioridad, una de ellas le atenazó de manera irremediable a un frente metafísico. Hay azares malditos o tal vez intervenciones celestiales que, después de la fugacidad de su impacto, devienen trampas sin solución.




“La vivienda de mis padres estaba emplazada en un barrio obrero, en las afueras de una población que iba camino de convertirse en una ciudad industrial. Era una zona olvidada de la mano de Dios donde, cada vez que llovía, las dieciocho casas que daban nombre a la calle se veían inundadas de barro y pedruscos. El chapoteo era incesante y el fango rebozaba nuestros zapatos. Por las noches, la luz de dos bombillas que vivían en una y otra punta de la calle quedaba engullida por la oscuridad.

Eran tiempos de esconderse en cabañas, de freír granos de trigo en viejas sartenes, de robar a los payeses, de ver el culo a la prima de cualquiera, de asaltar los nidos de los pájaros y de jugar al escondite. Armas de madera, arcos, escudos, varillas de paraguas utilizadas como flechas, ondas y capazos llenos de piedras. Guerras de barrios. La línea férrea separaba unos barrios de los otros. Cruzarla era peligroso en los períodos de enfrentamientos entre distintas zonas vecinales. La presencia del ferrocarril supuso la puesta en escena de ciertas prácticas para probar el valor de cada uno de nosotros. En las rectas, donde el tren cogía su máxima velocidad, nos situábamos muy cerca de la vía, a la espera del convoy. Los más osados nos acercábamos hasta tal punto que entre nosotros y el tren no habría más de cinco centímetros. Era una impresión brutal. El ruido era ensordecedor, el rebufo del aire atronaba como un cañonazo y el miedo a recibir un golpe resultaba insoportable. En uno de los márgenes de la vía férrea había media docena de casas-cueva, alguna de ellas con dependencias interiores. Habían sido socavadas durante la Guerra Civil y, en alguna ocasión, sirvieron de morada provisional a los emigrantes que venían de otras regiones en busca de trabajo a las zonas más industrializadas. A esta agrupación de cuevas, en el ámbito popular se las denominó como las casas de “la avenida de la luz’. En una de estas cuevas nació Antoñico, un chico que después fue mi amigo.

En las temporadas en que había conflictos hacíamos prisioneros. Las víctimas pasaban un mal rato. Sacábamos a escena los reptiles e insectos que malvivían en cajas de cartón agujereadas. Dragones, lagartos, alguna culebra e invertebrados varios se paseaban por el rostro del pobre zagal, enemigo de barriada, culpable de vivir en una zona diferente de la nuestra. La amenaza psicológica era constante. Antes del suplicio se le informaba de lo que le iba a suceder. Palidecían de espanto, suplicaban y lloraban desesperados cuando presentían su indefensión absoluta ante una barbarie inmisericorde. Era un acto reflejo, una acción innata, pues no teníamos una previa información respecto de la tortura. Con el tiempo, la policía puso las zarpas en nuestro mundo. Citaron a algunos padres y dispusieron ciertas normas: prohibición absoluta de acercarse a la vía del tren, de utilizar las cuevas excavadas en los márgenes de la vía y de atemorizar y maltratar a otros niños.

Cerca de nuestras viviendas acondicionaron un almacén. Colocaron un par de futbolines, una mesa de billar, un ping pong y algunas máquinas de millón. Las riñas callejeras ahora se ventilaban entre aquellas cuatro paredes. Hubo un día en que todo quedó patas arriba, una batalla campal por una nadería. Las paletas de ping pong, los tacos del billar, las bolas, todo era utilizado como arma mientras el viejo encargado del local llamaba a los municipales.

Los circos eran el gran acontecimiento, el vértigo del riesgo nos atenazaba. Los trapecistas se nos antojaban héroes y los domadores de tigres y leones nos parecían dioses. Los gatos en los tejados no eran de nadie y eran de todos. Latas de petróleo, pipas, regaliz, hurtar botellines de Canada Dry, hormigueros, tertulias nocturnas, el aire fresco de la noche, los lamentos de la onda corta, puertas abiertas, fachadas de colores absurdos, muertes grotescas, verbenas, hogueras y concursos de meadas.”


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