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“Andrés refirió que en su juventud tuvo unas visiones que fue capaz de transcribir en algunos de sus trazos esenciales. En sus primeras crisis, Andrés, espantado, buscaba la complicidad de las personas que acudían a socorrerlo alarmadas por sus gritos. Con la cara desencajada por el pavor, señalaba con el dedo índice el lugar donde las apariciones de unos seres deformes le mostraban unas láminas luminosas que contenían figuras geométricas, textos en latín y símbolos que le resultaban incomprensibles. Andrés no tardó en advertir la inutilidad de buscar amparo en otras personas: sus padres, un hermano, familiares, amigos de la familia, miembros del servicio doméstico; y sufrió en carne propia el terrible estigma de ser catalogado como loco por una familia social reducida, voraz en su disección entre lo adecuado y lo inadecuado. Cuando Andrés comprendió esto, se arrinconó en su desconcierto y horror, pero ya era tarde para cambiar el curso de los acontecimientos. Taciturno y aislado, se deslizó por una vorágine imparable. La fuerte medicación que le administraron no sirvió de nada, si acaso potenció todavía más unas secuelas de inadaptación y de pérdida de noción de la realidad. Un embotamiento persistente lo ancló en la pobreza del habla y en la abulia.
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“Andrés refirió que en su juventud tuvo unas visiones que fue capaz de transcribir en algunos de sus trazos esenciales. En sus primeras crisis, Andrés, espantado, buscaba la complicidad de las personas que acudían a socorrerlo alarmadas por sus gritos. Con la cara desencajada por el pavor, señalaba con el dedo índice el lugar donde las apariciones de unos seres deformes le mostraban unas láminas luminosas que contenían figuras geométricas, textos en latín y símbolos que le resultaban incomprensibles. Andrés no tardó en advertir la inutilidad de buscar amparo en otras personas: sus padres, un hermano, familiares, amigos de la familia, miembros del servicio doméstico; y sufrió en carne propia el terrible estigma de ser catalogado como loco por una familia social reducida, voraz en su disección entre lo adecuado y lo inadecuado. Cuando Andrés comprendió esto, se arrinconó en su desconcierto y horror, pero ya era tarde para cambiar el curso de los acontecimientos. Taciturno y aislado, se deslizó por una vorágine imparable. La fuerte medicación que le administraron no sirvió de nada, si acaso potenció todavía más unas secuelas de inadaptación y de pérdida de noción de la realidad. Un embotamiento persistente lo ancló en la pobreza del habla y en la abulia.
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