Hasta el momento, Allan nunca ha hecho referencia a las maravillosas propiedades atribuidas a la piedra filosofal. Jamás ha escrito ni una palabra referida a la transmutación de metales viles en oro, ni a la presunta inmortalidad que confiere la piedra a quien la posee. Seguro que tiene esto en mente, pero las razones que justifican su exagerada y, en cierto modo, previsible transformación son otras: un desmesurado sentido del honor; el cumplimiento de la palabra dada; su desquiciante afán por saber; su mente obsesiva; una postura épica ante la vida; la incapacidad para reconocer unos límites razonables; una agotadora gestión de control; ofrecer a Andrés la pieza maestra que le permita maniatar su destino; entregar al alquimista las claves de un proceso inescrutable, una ofrenda que pueda compensar en cierta manera el abandono de su alquimia operativa. Allan ha iniciado tantos frentes por el temor a errar en la búsqueda de un único objetivo, abriendo por ello todas las puertas posibles, por si detrás de alguna de ellas encuentra algo valioso que compense los largos meses de encierro y le evite verse abocado al fracaso.
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