“Los lunes doña Pilar sigue fiel a la cita semanal con su hermano Isidro. Desde hace más de diecisiete años le trae alimentos, alguna revista y aquellos útiles domésticos imprescindibles para sobrevivir con dignidad. El hermano de doña Pilar se retiró de la vida pública a los treinta y ocho años. En su etapa social era un hombre tímido y afable, de trato educado. Hasta hace unos años, doña Pilar venía acompañada de su hijo Juá-Juá, un chaval que se comía a las hormigas que se le ponían a tiro. La calle sin asfaltar estaba minada de hormigueros. Predominaban tres tipos de hormigas bien diferenciadas: unas eran alargadas, finas, negras; otras eran pequeñas y rojas; y por último, unas negras, robustas, con una cabeza gruesa y potentes tenazas. Éstas eran las preferidas de Juá-Juá. Una tarde me convenció de probarlas. Elegí una bien gorda. La experiencia resultó desagradable, el ácido fórmico, picante, me hizo escupir con una sensación de asco.
En cierta ocasión, en uno de los caminos sin asfaltar que llevaban hasta mi calle, hubo una gran batalla. Miles de hormigas rojas peleando con miles de hormigas negras. Las rojas, más pequeñas pero más numerosas, se lanzaban contra las negras que eran más fuertes. Cada duelo era de un encarnizamiento feroz. Las que vencían a su oponente no tardaban en encontrar a otra hormiga presta a morir por algún ideal que me resultaba desconocido. La contienda se alargó hasta que el sol desapareció en el horizonte. De un modo sigiloso, el campo de batalla se convirtió en un camposanto plagado de cuerpos seccionados, de extremidades y antenas esparcidas entre las hierbas, las piedras y los terrones de barro seco”.
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En cierta ocasión, en uno de los caminos sin asfaltar que llevaban hasta mi calle, hubo una gran batalla. Miles de hormigas rojas peleando con miles de hormigas negras. Las rojas, más pequeñas pero más numerosas, se lanzaban contra las negras que eran más fuertes. Cada duelo era de un encarnizamiento feroz. Las que vencían a su oponente no tardaban en encontrar a otra hormiga presta a morir por algún ideal que me resultaba desconocido. La contienda se alargó hasta que el sol desapareció en el horizonte. De un modo sigiloso, el campo de batalla se convirtió en un camposanto plagado de cuerpos seccionados, de extremidades y antenas esparcidas entre las hierbas, las piedras y los terrones de barro seco”.
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