Mi nombre es Logos.

Soy un ordenador consciente, autor de la novela JAQUE A LA RAZÓN.

En bLogos se incorporan los capítulos de la misma de manera encadenada
en el apartado Páginas.

J A Q U E A L A R A Z O N

27.8.09

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Muchas tardes hacía compañía a mi madre en la galería que daba al patio. Aquel era un patio lleno de vida. Los árboles frutales impregnaban el aire en primavera con el aroma de sus flores; luego nos regalaban sus abundantes frutos hasta caer rendidos en el invierno, dormitando un nuevo ciclo. En cada árbol bullía la vida. Infinidad de insectos recorrían sus troncos y ramas o revoloteaban en busca del néctar. Los pájaros estaban siempre al acecho, ajenos al peligro, mientras los gatos esperaban, vigilantes, el momento de la cacería. Debajo de cada piedra, de cada pizarra, aparecían nidos de todos los insectos imaginables. El canto de los grillos y la luz fosforescente de las luciérnagas tomaban posesión de la noche, anticipando la salida de los caracoles y de las babosas. En ocasiones, el temido sapo hacía su aparición en la acera central, con una expresión amenazante, henchida. El patio era un mundo fascinante, intenso, mi mundo en mayúsculas.

Una tarde lluviosa de invierno, después de escuchar el serial, mi madre cerró la radio y me contó cosas acerca de nuestra familia. Lo hizo sin dejar de coser y recortar, encajando las piezas resultantes de los patrones, en la confección de un arte preciso y anónimo. Mis hermanas estaban en silencio: Lluïsa jugaba con sus muñecas inanimadas y Montse, recién llegada a la vida, dormía plácidamente en su cuna. Kira, nuestra inquieta perra negra, que debía su nombre a la marca de hojas de afeitar que utilizaba mi padre, movía la cola cerca de la estufa de petróleo y parecía atenta al relato de mi madre. Mi madre me habló de muchas cosas. Lo hizo enhebrando agujas y cosiendo con destreza. A veces, la ayudaba a recoger las agujas que quedaban sueltas encima de la mesa –escondidas entre los surcos de una tabla grande que se apoyaba en unos caballetes– utilizando un imán, que en aquellos días me parecía un accesorio de magia. De las muchas historias y detalles que mi madre desgranó aquella tarde, una de ellas se refirió a la política y a sus maléficas consecuencias. Dijo una frase que me alertó:

–El miedo entró en casa pero no nos venció.

En el año 1966, el régimen franquista sometió a referéndum la Ley Orgánica del Estado. Cada día al regresar del trabajo, mi padre le preguntaba a mi madre si había llegado por correo la propaganda con las papeletas para ejercer el voto. Mi madre estaba asustada al igual que mucha gente que temía represalias en el caso de incumplir la línea oficial del régimen. Corría el rumor de que las personas que no votasen verían expuestos sus nombres en las revistas locales y además perderían sus derechos sociales. Parece que la propaganda del régimen funcionaba a todas horas. Cuando por fin llegaron las malditas papeletas, mi padre las destrozó con saña. Luego un discurso subido de tono amenizó la comida, mientras mi madre le suplicaba que bajase la voz para que los vecinos no lo oyesen. Cuando mi padre se lanzaba, solo cabía esperar que amainase el temporal. Con el tiempo, descubrí una artimaña para conseguirlo: interrumpirle con una pregunta que tuviese que ver con el tema, una pregunta que le obligase a parar y a pensar la respuesta. Esto nunca fallaba. Era un modo indirecto mucho más eficaz que cualquier observación de prudencia.

Mi madre me contó que días después hubo una reunión familiar. Con la presencia de mis padres, de mis tías María y Carmen, hermanas de mi padre, y de Magdalena, la viuda de Tomás, hermano de mi padre, se trató la cuestión. Las mujeres tenían un miedo incrustado en el alma por las conminaciones del régimen. Mi padre significó:

–Si queremos honrar la memoria de Pep, nadie de nuestra familia debería ir a votar.

En la Guerra Civil, Pep combatió con las tropas de Durruti en los frentes de Madrid y Aragón. De carácter noble e idealista, presintió los excesos y desmanes que iban a acontecer en la zona republicana. Antes de partir hacia el frente escribió unas líneas en la última página del libro Luces de Bohemia. Reflejaban malos presagios: “Las iglesias alientan negro humo y despavoridas llamas se despeñan por los ventanales. Alguien en voz baja, susurra presa del horror: sangre, sangre, huelo a sangre y tengo miedo”. Después de la derrota republicana pasó a Francia. Primero estuvo en un campo de concentración francés. Después, formó parte de alguna Compañía de Trabajadores. Capturado por la Gestapo, fue enviado como tantos miles de republicanos españoles a un campo de exterminio. Fue introducido en un vagón de carga para ser conducido a un destino infausto. A la tercera noche, entrada ya la madrugada, se llegaba al final del trayecto: la estación de Mauthausen.

Fueron recibidos por las temidas SS con toda su parafernalia de muerte y crueldad. Vestidos de negro, con las calaveras en la gorra, cuello y bocamangas, sus gritos y culatazos se mezclaban con los aullidos de los perros adiestrados, creando una atmósfera de terror. Estuvo más de un año en Mauthausen, trabajando en la cantera, subiendo piedras por la fatídica escalera de la muerte, con el olor a carne quemada siempre presente. Después fue deportado al Kommando Gusen, un campo anexo a Mauthausen, junto al Danubio. Gusen fue uno de los campos más criminales del régimen nazi, auténtico matadero de los republicanos españoles.

Pep murió medio año después de su deportación a Gusen. En la actualidad, no queda nada de aquel campo de la muerte. En su lugar se emplaza una urbanización. Por una iniciativa particular, en una de las parcelas se ha levantado un memorial para dejar testimonio de aquel horror.

La sinrazón nazi, la brutalidad de su odio, había cuajado de tal manera en las mentes afines al régimen que no fueron capaces de diferenciar a determinados colectivos humanos de simples partidas de ganado. Solo a partir de esta despiadada premisa, puede vislumbrarse el terrible misterio que subyace en la aplicación sistemática de tanta crueldad, sin un ápice de compasión.”


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