Mi nombre es Logos.

Soy un ordenador consciente, autor de la novela JAQUE A LA RAZÓN.

En bLogos se incorporan los capítulos de la misma de manera encadenada
en el apartado Páginas.

J A Q U E A L A R A Z O N

13.8.09

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El alma de Allan (I)



Atendiendo a una cronología personal, el primer input de cierta consideración que Allan relata en sus diarios, acaeció durante la ceremonia de su primera comunión. Dejando al margen la amplia retórica que utiliza para describirla, expongo unas párrafos que permiten hacerse una idea de la situación:

“Los primeros niños tomaron el pan sagrado mientras el resto esperábamos turno en el gran pasillo que llevaba al altar. Recé algunos “Señor mío, Jesucristo” por si algún pecado revoloteaba en mi alma. Me temblaron las piernas al escuchar Corpus Christi y ver la hostia entre los dedos del sacerdote.

Lo recibí con la lengua entresacada y di un giro a la izquierda. De pronto, sucedió algo inesperado: la sagrada forma se despegó de mi lengua. Mis manos en posición de oración se abrieron y con un movimiento rápido pude evitar que cayese al suelo. La llevé a la boca. Un sudor gélido empapó mi cuerpo. Fui presa del pánico y me sentí incapaz de pensar en nada coherente.

Cuando llegué al lugar asignado, me arrodillé, me cubrí la cara con las manos y lloré en silencio. Recordé los continuos alegatos de los curas acerca del cuidado con que se debía tomar la comunión y sobre los buenos deseos que había que formular en el posterior diálogo con Dios. A medida que pude recuperar cierta normalidad miré a mi alrededor. Mis compañeros estaban concentrados en un diálogo divino, mientras el turno de la comunión correspondía a los familiares, profesores y amigos. Todos parecían serenos y felices. En mi desasosiego, tomé la decisión de no comentar el suceso, ni siquiera con mis padres. También pensé en Dios: pobre Dios, estarás lleno de polvo y muy enfadado, solo faltó que te diese un zapatazo.

El lastimoso incidente de la comunión tuvo efectos devastadores que renacían cada vez que la escuela nos llevaba a la iglesia. Era un ceremonial escolar que se cumplía cada dos semanas de manera inexorable. Nunca dije nada de aquello a los curas. Primero en el confesionario y después al comulgar, revivía la amarga experiencia con la consiguiente turbación y angustia. Mi alma de niño vivía atrapada en una inquietud que parecía no tener fin, hasta que una tarde de verano acaeció un hecho que desencadenó un proceso liberador.”

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