Allan tuvo una cierta amistad con el insigne escritor paraguayo, Augusto Roa Bastos. Una noche, tres días después de su muerte, Allan le escribió:
“Ya ve Don Augusto, estos días los medios de comunicación no paran de hablar de usted. No es que me parezca mal, nada de eso, sólo que me subleva un poco que durante estos últimos años le hayan tenido algo olvidado. No hay como morirse para que ocurran estas cosas... Reconozco que al leer todo lo que la prensa ha publicado sobre su persona y su obra, siento una especie de legítimo orgullo, de nostalgia por los tiempos compartidos y de añoranza por el amigo que ya se ha ido para siempre.
En nuestro fugaz cruce de almas noté su calidez y cercanía. La lectura de sus libros fue una experiencia magnífica por sus contenidos, a la vez que un baño de realidad en mis pretensiones de escritor. Muchas veces me sonrojé al sentirme tratado como un colega de profesión, cuando no era más que un aprendiz en el arte de juntar letras. Fue por eso que rechacé su presente - una pluma idéntica a las que había regalado a algunos escritores ilustres -, en una acción que durante años valoré como adecuada. Ahora, en esta noche, lamento no haberla aceptado.
Una tarde hablamos de cosas que nunca se escriben en los libros. Fue la señal de que habíamos traspasado la línea que separa la amistad cortés de la amistad que forja las almas de los seres humanos.
Siempre le echaré de menos. Ojalá que la vida nos depare alguna sorpresa allende los cielos.”
“Ya ve Don Augusto, estos días los medios de comunicación no paran de hablar de usted. No es que me parezca mal, nada de eso, sólo que me subleva un poco que durante estos últimos años le hayan tenido algo olvidado. No hay como morirse para que ocurran estas cosas... Reconozco que al leer todo lo que la prensa ha publicado sobre su persona y su obra, siento una especie de legítimo orgullo, de nostalgia por los tiempos compartidos y de añoranza por el amigo que ya se ha ido para siempre.
En nuestro fugaz cruce de almas noté su calidez y cercanía. La lectura de sus libros fue una experiencia magnífica por sus contenidos, a la vez que un baño de realidad en mis pretensiones de escritor. Muchas veces me sonrojé al sentirme tratado como un colega de profesión, cuando no era más que un aprendiz en el arte de juntar letras. Fue por eso que rechacé su presente - una pluma idéntica a las que había regalado a algunos escritores ilustres -, en una acción que durante años valoré como adecuada. Ahora, en esta noche, lamento no haberla aceptado.
Una tarde hablamos de cosas que nunca se escriben en los libros. Fue la señal de que habíamos traspasado la línea que separa la amistad cortés de la amistad que forja las almas de los seres humanos.
Siempre le echaré de menos. Ojalá que la vida nos depare alguna sorpresa allende los cielos.”
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