Escritos Espurios 40.5

Ayer comí en casa de mis padres. Durante la comida mi madre se acordó de algo. Se levantó y poco después regresó mostrándome una medalla. Me dijo que la había encontrado enterrada donde tiene su pequeño huerto de tomates y lechugas.

Al tenerla en la mano y leer lo que hay inscrito en su dorso, pude ver que es una medalla conmemorativa, acuñada por la Amical Mauthausen, por los cincuenta años de la liberación del campo de exterminio.

Mi padre jamás dio importancia alguna a ningún trofeo o detalle conmemorativo. A lo largo de su vida atesoró algún reconocimiento, primero en el campo del ajedrez y, posteriormente, en el de la poesía. Todos fueron a parar a la papelera. Solo se salvó un caballo de ajedrez, de hierro, que siendo yo un niño, lo añadí a mis juegos de guerra.

Calculo que podía llevar un mínimo de ocho años enterrado. Mi padre ya no está entre nosotros, pero las razones de haber enterrado la medalla me resultaron evidentes. Normalmente habría ido a la papelera en un abrir y cerrar de ojos pero, al ser un recordatorio del infierno que tuvo que vivir Pep -en los campos de exterminio de Mauthausen y Gusen-, no tuvo valor para hacerlo. De modo que encontró un lugar adecuado: la madre tierra.

Finalmente, mi madre me dijo que sería mejor que la guardara yo.