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Era una mansión de tres plantas construida a finales del siglo XIX, robusta, misteriosa y poco confortable. En la planta baja, estaba el comedor, la cocina, un pequeño almacén para la intendencia y un par de aulas para las clases que, una vez terminada la jornada escolar, servían de biblioteca y sala de juegos. En el segundo piso, se encontraban los lavabos y las habitaciones de los alumnos y de los profesores. La tercera planta era la vivienda del matrimonio propietario de la mansión. Monsieur Damier, de origen francés, debía de tener unos setenta años y era un hombre muy estricto e inflexible. Su esposa, doña Rosa, era una mujer gentil que siempre olía a laca. El mobiliario era vetusto e incómodo y las instalaciones añejas. Con el anochecer, llegaba el silencio y un mundo de sombras se apoderaba de cada rincón de la casa. En la noche, las bombillas de pequeño voltaje impulsaban mil figuras que, en forma de sombras, se movían nerviosas en el techo y tomaban perfiles amenazantes en las paredes. En los primeros días, una cierta inquietud te atenazaba, pero la habituación ejercía de paliativo. El centro estaba abierto a las gentes de la comarca, pero a partir de las seis de la tarde solo quedaban en ella los internos. Durante el curso escolar, entre niños y niñas, no éramos más de una veintena.
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Era una mansión de tres plantas construida a finales del siglo XIX, robusta, misteriosa y poco confortable. En la planta baja, estaba el comedor, la cocina, un pequeño almacén para la intendencia y un par de aulas para las clases que, una vez terminada la jornada escolar, servían de biblioteca y sala de juegos. En el segundo piso, se encontraban los lavabos y las habitaciones de los alumnos y de los profesores. La tercera planta era la vivienda del matrimonio propietario de la mansión. Monsieur Damier, de origen francés, debía de tener unos setenta años y era un hombre muy estricto e inflexible. Su esposa, doña Rosa, era una mujer gentil que siempre olía a laca. El mobiliario era vetusto e incómodo y las instalaciones añejas. Con el anochecer, llegaba el silencio y un mundo de sombras se apoderaba de cada rincón de la casa. En la noche, las bombillas de pequeño voltaje impulsaban mil figuras que, en forma de sombras, se movían nerviosas en el techo y tomaban perfiles amenazantes en las paredes. En los primeros días, una cierta inquietud te atenazaba, pero la habituación ejercía de paliativo. El centro estaba abierto a las gentes de la comarca, pero a partir de las seis de la tarde solo quedaban en ella los internos. Durante el curso escolar, entre niños y niñas, no éramos más de una veintena.
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