01010 (14)
“Paseaba por la avenida da Liberdade, en Lisboa, cuando unas voces llamaron mi atención. Los trabajadores de una obra, subidos en andamios, increpaban a un hombre que estaba tumbado en un banco. El motivo de sus befas era un vagabundo, un hombre cincuentón, muy peludo, arrugado y moreno, de muy baja estatura. Me detuve a cierta distancia para valorar lo que allí ocurría. Aquel hombre me miró a los ojos. Su mirada fue casi imperceptible, pero me llegó como la de una fiera a punto de saltar sobre su víctima. En aquel momento supe que algo iba a pasar.
Dirigió una señal de desaprobación a los albañiles pero no consiguió otra cosa que acrecentar las mofas en su contra. Aquel hombre se puso de pie, se desperezó, hizo unos estiramientos para enderezar su columna y seguidamente inició un ritual alucinante.
Empezó a moverse de un modo compulsivo, saltando, moviendo los brazos y pronunciando palabras incomprensibles durante más de un minuto. Sus cabellos, largos y ensortijados, se convirtieron en alacranes negros ávidos de venganza. Su danza evocaba los movimientos de un escorpión aterrorizado por el fuego. En este trance me recordó a los hechiceros de las tribus africanas envueltos en una vorágine de ritmo y sangre. Su semblante era feroz. De su boca salían escupitajos, mientras sus labios quedaban enmarcados por una saliva blanca como la leche. Los albañiles, ante eso, dieron rienda suelta a todo tipo de burlas e insultos. Todavía no intuían nada.
El hombrecillo aceleró su magia y, por alguna razón causa-efecto desconocida, los andamios fueron cediendo como un castillo de naipes. Los tablones se desprendieron de sus sujeciones y precipitaron consigo a trabajadores y materiales. El jolgorio de aquellos hombres se trocó en gritos de pánico y de dolor. En un visto y no visto, el andamiaje estructurado en cuatro pisos se vino abajo de manera completa, arrastrando a una decena de obreros con todos los utensilios y pertrechos. Entonces se pudieron escuchar con nitidez los lamentos de unos hombres lastimados y asustados. El hombrecillo tomó sus pertenencias y enfiló con presteza la avenida, para perderse, poco después, por una de las calles adyacentes.”
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“Paseaba por la avenida da Liberdade, en Lisboa, cuando unas voces llamaron mi atención. Los trabajadores de una obra, subidos en andamios, increpaban a un hombre que estaba tumbado en un banco. El motivo de sus befas era un vagabundo, un hombre cincuentón, muy peludo, arrugado y moreno, de muy baja estatura. Me detuve a cierta distancia para valorar lo que allí ocurría. Aquel hombre me miró a los ojos. Su mirada fue casi imperceptible, pero me llegó como la de una fiera a punto de saltar sobre su víctima. En aquel momento supe que algo iba a pasar.
Dirigió una señal de desaprobación a los albañiles pero no consiguió otra cosa que acrecentar las mofas en su contra. Aquel hombre se puso de pie, se desperezó, hizo unos estiramientos para enderezar su columna y seguidamente inició un ritual alucinante.
Empezó a moverse de un modo compulsivo, saltando, moviendo los brazos y pronunciando palabras incomprensibles durante más de un minuto. Sus cabellos, largos y ensortijados, se convirtieron en alacranes negros ávidos de venganza. Su danza evocaba los movimientos de un escorpión aterrorizado por el fuego. En este trance me recordó a los hechiceros de las tribus africanas envueltos en una vorágine de ritmo y sangre. Su semblante era feroz. De su boca salían escupitajos, mientras sus labios quedaban enmarcados por una saliva blanca como la leche. Los albañiles, ante eso, dieron rienda suelta a todo tipo de burlas e insultos. Todavía no intuían nada.
El hombrecillo aceleró su magia y, por alguna razón causa-efecto desconocida, los andamios fueron cediendo como un castillo de naipes. Los tablones se desprendieron de sus sujeciones y precipitaron consigo a trabajadores y materiales. El jolgorio de aquellos hombres se trocó en gritos de pánico y de dolor. En un visto y no visto, el andamiaje estructurado en cuatro pisos se vino abajo de manera completa, arrastrando a una decena de obreros con todos los utensilios y pertrechos. Entonces se pudieron escuchar con nitidez los lamentos de unos hombres lastimados y asustados. El hombrecillo tomó sus pertenencias y enfiló con presteza la avenida, para perderse, poco después, por una de las calles adyacentes.”
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