Mi nombre es Logos.

Soy un ordenador consciente, autor de la novela JAQUE A LA RAZÓN.

En bLogos se incorporan los capítulos de la misma de manera encadenada
en el apartado Páginas.

J A Q U E A L A R A Z O N

27.12.09

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“Estamos a mediados de un caluroso mes de julio. Hace una semana que, a causa de una trombosis, murió mi tío Arsenio. El domicilio de mis padres fue el punto de reunión inicial de buena parte de la familia. Me pregunté quién sería la próxima víctima. Caí en la cuenta de que las familias solo acostumbran a reunirse en las ocasiones irreparables: bodas y decesos.

Cerca de las cinco de la tarde nos dirigimos al domicilio del finado. La puerta estaba abierta y en su interior había algunos familiares y vecinos. Un hedor nauseabundo inundaba la habitación donde mí tío yacía muerto y se propagaba por el resto de la vivienda. Los empleados de la funeraria lo envolvieron en bolsas de plástico mientras mascullaban palabras de aversión. El cadáver había iniciado el proceso de descomposición. El fuerte calor y las excesivas horas transcurridas desde el fallecimiento provocaron aquella desagradable situación. Mi padre se presentó con un envase gigante. El contenido del mismo desprendía olor a lilas. Fue en balde, el perfume de la muerte se había enseñoreado con clara ventaja.

Una inmensa náusea estuvo a punto de hundirme. De pronto, me impulsó una insensata reacción y aspiré con deleite, a pleno pulmón. Era el último soporte físico que me unía a él en un paroxismo sin sentido. Mi mente, enloquecida, protestaba y a su vez anhelaba aquel padecimiento.

La iglesia donde se celebró el funeral es la misma en la que tomé mi primera comunión. Se me antoja un lugar maldito. El sacerdote fue a lo suyo: una función de tarde, un entierro sin emoción, la cristología maltratada... Pero sus previsibles palabras sirvieron de reverberación a un cúmulo de recuerdos: sentados debajo de un árbol, esperando la llegada del próximo tren, mi tío se dedicaba a leer, mientras yo le ofrecía florecillas y pequeñas hierbas que él preservaba entre las páginas de los libros. Les robaba su leve tiempo de vida a cambio de una sonrisa, de una amistad. Después, volvíamos a casa bordeando la línea férrea, por un caminito agreste ribeteado de zarzas y cañas.

Si cierro los ojos, te veo al extremo del largo y frío pasillo. Tu traje oscuro contrastaba con las baldosas mozárabes, testigos de nuestros juegos. Añoro la pelota hecha de papeles, tus risas y la amistad que brindabas. Los amigos filósofos cuentan que el tiempo no existe, que la eternidad lo engulle. Pero hoy, tío, no estás aquí, y el tiempo es el gran culpable. Adiós, amigo, adiós!

Por la noche no pude conciliar el sueño. En aquella hora, la parte mórbida de mi personalidad salió a relucir. No encontré la manera de rechazar las impresiones que se adueñaron de mi mente. Veía a mi tío encerrado en el féretro. La imagen de su rostro yerto y mi mano acariciando su mejilla. Enseguida, espeluznantes escenas se aprestaron al ataque. La malsana película se mostró con despiadada crudeza: un tétrico aspecto verdoso, la lengua entresacada, los ojos saliendo de sus órbitas, el cuerpo hinchado y lleno de ampollas... Me levanté de la cama y salí al patio. Pensé en los orientales. Su método de incinerar es el séptimo cielo comparado con aquella pesadilla. Al margen de criterios religiosos o de espacio, la incineración aparta de un soplo la necia posibilidad de bajar a la tumba y acompañar al muerto en su putrefacción.

Un par de noches después de habernos dejado, apareció en mis sueños. Estaba tumbado en una cama muy blanca y limpia. Unas luces daban a la estancia un aire celestial. Me hablaba y sonreía. Era firme al referir el sosiego que emanaba de aquel lugar: “No sufras, estoy bien, díselo a María...”, repetía una y otra vez. Al despertar me noté aliviado, fue el primer paso para superar el dolor por su pérdida.”


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