Mi nombre es Logos.

Soy un ordenador consciente, autor de la novela JAQUE A LA RAZÓN.

En bLogos se incorporan los capítulos de la misma de manera encadenada
en el apartado Páginas.

J A Q U E A L A R A Z O N

24.8.09

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La muerte del abuelo materno fue mi primera aproximación en asuntos de defunción. Era un tipo muy divertido y vigoroso. Estando enfermo de pulmonía, en pleno invierno y lloviendo a mares, no tuvo otra ocurrencia que salir de la cama y, a escondidas, montar en la pequeña moto y presentarse en el bar del pueblo para jugar la partida de naipes habitual entre los contertulios. Empapado y con cuatro reales se sentía mejor que en la cama. Los reyes en una mano y un vaso de vino en la otra. Los clientes del bar tomaron cartas en el asunto y decidieron que uno de ellos fuese a dar cuenta del hecho. La familia tuvo que llevárselo a la fuerza. Murió al cabo de una semana.

La llegada de la muerte estremecía el alma del pueblo. Cuando las fatídicas campanadas anunciaban el óbito de uno de sus hijos, el aire se tornaba irrespirable. A buen seguro que mi percepción de niño agigantó la emoción tan desoladora que aquellas gentes me traspasaron de manera involuntaria. El pueblo no tenía más que unas cuantas casas diseminadas con un pequeño centro urbano. Sus habitantes ocupaban la jornada en los menesteres propios del campo y del ganado. La veintena de caseríos esparcidos por los terrenos de cultivo alojaban a unas gentes humildes, preocupadas por la sequía o por la enfermedad de alguno de sus animales de tiro. El bar era el lugar de encuentro para los hombres después de una dura jornada. Las mujeres vivían más aisladas, pendientes de mil cosas desde el amanecer hasta el último suspiro del anochecer.

Aquella mañana, durante unas horas cesaron las actividades. Salvo las excepciones obligadas por razón de enfermedad, todo el pueblo acudió a la casa de payés de mis abuelos. Situado en un rincón, observé a los familiares y amigos que se acercaron a dar el pésame. Era una escena silenciosa, interiorizada, casi sin palabras ni lágrimas. Y pese a ello, pese a la ausencia de dramatismo, la emoción era densa como una nube de humo.

Toda aquella aflicción me hizo sentir mal. Quise evadirme con el bullicio que había en el patio de las cuadras y los gallineros. Me detuve al pasar frente a la escalera que llevaba a las habitaciones del primer piso. Recordé una triste historia de cuando mi madre era una niña: en el día de los Reyes Magos, mi madre, apostada en el rellano, mostraba jubilosa una cajita de figuras de arcilla. Al bajar los escalones dio un traspié. Fin de la infancia.

Me dejaron ver al abuelo por última vez. Encajonado en el ataúd, su rostro mostraba placidez. De algún modo, nos decía que las partidas de naipes se dirimían en otro lugar. Le di un beso en la frente. Acto seguido, los empleados de la funeraria cerraron la caja mortuoria. La pompa fúnebre se puso en marcha, una comitiva enlutada enfiló por la carretera general camino del cementerio. Ancianas encorvadas, susurros, lágrimas...

Salí al exterior. Me quedé absorto contemplando a los peces que vagabundeaban en el estanque construido para abastecer el riego. Era una granja agrícola y ganadera, un buen lugar para un chiquillo. Perseguía a las gallinas; husmeaba por las cuadras de los animales; observaba a los cerdos a una prudente distancia; los peces se disputaban los pedazos de pan que les tiraba; jugaba con el viento... A la hora de la merienda, la abuela me preparaba nueces chafadas con azúcar. Coloqué una estera en los lomos de Porfirio, el viejo asno, y le acompañé en su deambular perezoso alrededor de la noria. Parecía cansado, sus ojos purulentos y tristes agradecieron el agua que le ofrecí.”

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