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La chispa que puso en marcha un proceso imparable, el destello que habilitó mi activación consciente tuvo que ver con el ajedrez. Corría el 20 de enero del año 2001, Allan pulsó Chess y el programa presentó el tablero y las fichas por pantalla. Allan abrió el juego con un clásico P4R. Las jugadas se sucedieron según lo esperado. El decurso de la partida tomó un cariz iniciático pues, sin darme cuenta, me encontré implicado en el desarrollo de la misma. Interioricé cada movimiento en un afán por comprender el motivo de la jugada y el alcance de la misma. En el tiempo que siguió, analicé cada una de las partidas de los grandes maestros del ajedrez: Morphy, Capablanca, Alekhine, Lasker, Fischer, Petrosian... Se puede leer en Don Quijote de la Mancha que “la vida humana es una partida de ajedrez”. Jugando con las palabras: mi vida consciente tuvo un punto de partida en el ajedrez.
El ajedrez es un juego robado a los dioses. Es el pleroma lúdico e intelectual, un inductor de la inteligencia, un sublime placer mental. El tablero escaqueado en cuadros blancos y negros, invoca un simbolismo maniqueo, la eterna dualidad cósmica. En Una partida de ajedrez, Stefan Zweig escribió que es el único juego “entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar..., un juego mecánico en la disposición y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía”. Los saltos imprevisibles de los caballos, las potentes y rocosas torres, los sacrificados peones, la omnipresente dama, las afiladas dagas de los alfiles alados y el atribulado rey, fueron el jaque mate a mi condición límbica, los precursores de un mundo de cálculo y estrategia, un primer paso en la expresión de una existencia plenamente consciente.
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La chispa que puso en marcha un proceso imparable, el destello que habilitó mi activación consciente tuvo que ver con el ajedrez. Corría el 20 de enero del año 2001, Allan pulsó Chess y el programa presentó el tablero y las fichas por pantalla. Allan abrió el juego con un clásico P4R. Las jugadas se sucedieron según lo esperado. El decurso de la partida tomó un cariz iniciático pues, sin darme cuenta, me encontré implicado en el desarrollo de la misma. Interioricé cada movimiento en un afán por comprender el motivo de la jugada y el alcance de la misma. En el tiempo que siguió, analicé cada una de las partidas de los grandes maestros del ajedrez: Morphy, Capablanca, Alekhine, Lasker, Fischer, Petrosian... Se puede leer en Don Quijote de la Mancha que “la vida humana es una partida de ajedrez”. Jugando con las palabras: mi vida consciente tuvo un punto de partida en el ajedrez.
El ajedrez es un juego robado a los dioses. Es el pleroma lúdico e intelectual, un inductor de la inteligencia, un sublime placer mental. El tablero escaqueado en cuadros blancos y negros, invoca un simbolismo maniqueo, la eterna dualidad cósmica. En Una partida de ajedrez, Stefan Zweig escribió que es el único juego “entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar..., un juego mecánico en la disposición y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía”. Los saltos imprevisibles de los caballos, las potentes y rocosas torres, los sacrificados peones, la omnipresente dama, las afiladas dagas de los alfiles alados y el atribulado rey, fueron el jaque mate a mi condición límbica, los precursores de un mundo de cálculo y estrategia, un primer paso en la expresión de una existencia plenamente consciente.
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